Porfiria (cuento)

Ilustración de Pepe Retana

De ahora en adelante, tu casa será la naturaleza, y tu credo, el amor al prójimo.
¡Tal vez te conviertas en un dragón sagrado!

Pu Songling

Le llovió encima casi un verano entero hasta que por fin pudo despertar. Emergió al mismo tiempo que los hongos. Nadie subió a recogerlos por temor a los soldados. Nadie vino tampoco a buscarla. En cuanto se puso de pie, en medio de la niebla, oyendo a los tecolotes advertir su presencia, supo que no estaba viva. Lo supo porque no pudo escuchar ni sentir el latido de su corazón, porque ya no le dolía nada y no sentía miedo de estar sola en el monte a esas horas.

El verde brilloso de las plantas le reveló el paso del tiempo. Recordaba que la última vez que había estado despierta el bosque era de color ocre. Había pasado un largo tiempo entre su muerte y transmutación, la del monte y la propia. No supo qué más hacer, así que caminó mientras amanecía. Caminó por horas sin cansarse. Sorprendida de su nueva fuerza, se echó a correr. Corrió cada vez más rápido. Saltó troncos caídos, rocas, luego barrancas. Cerró los ojos y se sintió liviana como el aire. Le vino un miedo súbito de perder el control y caer rodando por las laderas. Se detuvo de golpe. Para su sorpresa, quedó suspendida en forma de niebla, separada en cientos de gotitas. Bastó un pensamiento para recuperar su forma de mujer. Contenta, anduvo jugando otro rato. Cuando su primera curiosidad estuvo saciada, se sentó en la boca de una cueva a pensar varios días y noches.

Le costó recordar su muerte. Por alguna razón, de todos los recuerdos de su tiempo entre los vivos, ese era el más borroso. Sabía que había sido cruel, de ahí que se alegrara cuando despertó y no sintió dolor. Alcanzó a avistar en la bruma del recuerdo las botas, carrilleras y carabinas de los hombres que la habían llevado a lo profundo del monte para ultrajarla. Más no quiso recordar. Sucumbió a la tentación del olvido. Este se expandía lento y suavemente adentro de ella, embriagador. Se habría quedado una eternidad sentada en las afueras de la cueva hasta convertirse en piedra, de no haber escuchado de pronto que alguien decía su nombre: Porfiria

Se giró parar mirar quién la llamaba. Era otra mujer, que cargaba en cada brazo una vasija colmada de agua. De pie, le hacía señas con la cabeza para que la siguiera. La obedeció. Le dijo que se llamaba Aura. Caminaron un largo rato hacia las entrañas de la cueva. Aún en medio de la penumbra, podían ver como si fuera de día, así que nunca tropezaban ni se asustaban ante la idea de perderse. Tampoco se derramaba ni una gota de las vasijas, que Aura cargaba sin cansarse como si fueran livianas. Caminaron entre túneles, en descenso, hasta dar con una cámara inundada. Siguieron, adentrándose en las aguas que las cubrían por arriba de las rodillas y, más adelante, de la cintura.

Se detuvieron cuando llegaron al lugar donde él descansaba. Un grueso collar de jade y oro colgaba de su cuello. Tenía un cuerpo húmedo, cubierto de lama y ramas putrefactas. Era enorme, aunque se sentaba encorvado. Despedía un olor como a flor marchita. Respiraba a duras penas por la boca de la que se asomaba una dentadura felina. Aura le entregó una de las vasijas a Porfiria y le pidió que hiciera lo mismo que ella. En cuanto se acercaron, él abrió las fauces. Era temible, pero Porfiria entendió de inmediato que no corría peligro. Vertieron las aguas para que bebiera más allá de la saciedad.

Regresaron a la entrada de la cueva y colocaron ahí las vasijas para recolectar el agua de lluvia de los siguientes días. En su otra vida, Porfiria también había cuidado de los viejos y los enfermos, así que podía reconocer ese mal en el guardián que acababa de visitar, convaleciente, debajo de la tierra. En las ocasiones posteriores que acudieron a alimentarlo, notó que cada vez estaba más débil. No se movía, apoyaba el cuerpo y la cabeza en el muro de la caverna. Resollaba y suspiraba despidiendo un silbido lastimado. Se iba consumiendo y cada vez parecía más pequeño. La piel verde se oscurecía, adoptando el tono putrefacto del agua que ha sido invadida por el lirio.

Un ciclo entero se completó. El monte se secó y volvió a reverdecer. En la temporada de sequía, el guardián se sumió en un profundo sueño. En ese tiempo, Aura y Porfiria se volvieron amigas. Liberadas de los deberes hacia el dios, se dedicaron a disfrutarse mutuamente. Nunca hablaban de sus vidas de antes, de la que casi no recordaban nada. Preferían jugar en el monte, transformarse en animales y plantas, explorar la potencia de sus nuevas formas y conversar de aquello que descubrían.

Una mañana de verano, mientras recogían hongos, flores y raíces para alimentar al guardián, Porfiria se atrevió a preguntarle sobre el mal que lo aquejaba. Aura se lo explicó con evidente consternación en su voz:

—Hace tiempo que la gente no sube a dejar ofrendas. El agua de la lluvia no puede suplirlas por siempre. Él está resistiendo con todas sus fuerzas y, aunque está muy débil, hace llover cada noche. No sé cuánto más pueda soportarlo. Si él desaparece, el monte se secará y morirá.

—Es por la guerra —respondió Porfiria, recordando de súbito—. Los soldados no dejan subir al monte a nadie.

Se le ocurrió entonces que podían hacer algo más. Era una muy buena idea, le sorprendía no haberlo pensado antes. Podían bajar al pueblo, convencer a algunas mujeres de cumplir los ritos. Ambas las protegerían para que llegasen a la cueva a dejar las ofrendas y las acompañarían hasta que estuvieran a salvo en sus hogares.

En forma de viento bajaron al pueblo. Lo encontraron desolado. Un enorme montículo de tierra recién removida en el patio de la iglesia: una matanza. Casas vacías, restos de incendios, perros abandonados: una expulsión. Se asomaron por las calles por si encontraban a algún sobreviviente. Sin quererlo, sus pasos condujeron a Porfiria a su antigua casa. Tampoco había nadie allí. Sintió una tristeza honda, que ardía como una quemadura. Su amiga, titubeante, le dijo que creía que la casa justo al lado era la suya. Porfiria la miró con los ojos muy abiertos. Y hubo un gesto delicado en la boca de Aura que la hizo reconocerla por primera vez. Su vecina, su amiga de la infancia.

Quiso abrazarla, pero se detuvo en seco al escuchar un estallido. Miraron hacia los cuatro rumbos buscando a los soldados, pero ellos tampoco estaban ahí. Volvió a oírse el trueno. Era el cielo. Una nueva gris se desplegaba envolviendo el bosque. Aura empezó a temblar.

—No puede ser, no puede ser… —musitaba.

—¿Qué pasa? —le preguntó Porfiria.

—Ya es muy tarde.

Aura la tomó de la mano. Hechas una ráfaga cruzaron el pueblo, el monte y los túneles de la cueva. Cuando llegaron a la cámara del guardián, no había nadie. Una mancha mohosa en la pared contra la que se apoyaba era lo único que restaba de él.

Aura arremetió contra las aguas. Lloró a gritos haciendo vibrar la cueva. Porfiria intentaba en vano contenerla. Entre las pequeñas olas que formaban los golpes y patadas de la muchacha, emergió el precioso collar de jade y oro. Estupefacta, Aura lo levantó hasta sus ojos. Dirigió una última mirada a su amiga, que no tuvo tiempo de adivinarle el pensamiento ni detenerla. Se puso el collar que resplandeció como un sol. El agua se arremolinó alrededor de ella. Porfiria intentó regresar a la orilla, pero el agua la jaló también. Sintió que perdía su forma de doncella, que se volvía líquida como su entorno. Intentó buscar a la otra, pero su presencia se disolvía rápidamente. Se hundió hasta la punta del tornado, hacia el piso de la cueva. Creyó que ahí acabaría su nueva vida.

Luego, de golpe, se encontró flotando sobre la superficie, en calma y silencio. Llamó a Aura pero no le respondió. Al observar a su alrededor, encontró al guardián descansando con la espalda contra el muro y medio cuerpo sumergido. Se abrió paso atónita hacia él. Se veía más fuerte. No lo adornaban ramas, sino flores que se abrían liberando un aroma fresco. Cuando lo tuvo delante, le pareció que había un gesto delicado en su boca. Comprendió entonces lo que había ocurrido.

Le acarició amorosamente la escamosa cara amarilla. En sus oscuros ojos de obsidiana, percibió el brillo de los ojos de Aura. Su alma seguía allí. Sonrió aliviada. Apoyó su cabeza en el empapado pecho del nuevo guardián. La ausencia del latido del corazón la suplió el sonido de las gotas que se desprendían del techo y caían en el agua. Un goteo persistente. Pasó un largo rato hasta que Porfiria se despegó. Sabía que no volverían a estar así, no ahora que la condición divina de su amiga ameritaba reverencia. Tomó las vasijas que flotaban cerca. Y antes de retirarse, con la voz temblorosa, le prometió a la diosa que cuidaría de ella hasta que la guerra terminara y la gente con sus ofrendas regresase.

Alejandra Retana

Alejandra Retana Betancourt (Monterrey, 1994). Escritora y editora. Es autora de El corazón de la neblina (Goethe-Institute, 2021), un cómic sobre la defensa del territorio en Milpa Alta. Ha sido becaria del FONCA-SACPC y de la Fundación Antonio Gala en Córdoba, España. Es socia de la Cooperativa Editorial Heredad y co-fundadora de Estudio Magnolia, empresa editorial apoyada por el programa Piso 16. Laboratorio de Iniciativas Culturales UNAM e IN-PULSO CREATIVO, Fondo francés de apoyo a las industrias culturales y creativas.

https://estudiomagnolia.com/alejandra
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